Debo tener un problema con los restaurantes, o lo que es más grave, con la comida. Sería feliz con una pastilla que nutriese y saciara. Me da igual una ensalada de lechuga y tomate que un lomo en croute, unos fideos con aceite de oliva y queso que un hojaldre casero con frutos de mar.
Dirán que soy una pésima compañera de cena, pero se equivocan: sé muy bien la diferencia entre la buena cocina, la mala y la pésima. Sé distinguir los componentes de un plato, los condimentos y los puntos de cocción. Acá donde me ven, yo sé cocinar y sé comer. El problema es que no me importa. Yo quiero sacarme el hambre e irme, a no ser que me lo esté pasando realmente bomba.
Tampoco me importa demasiado el estilo del lugar. Me da lo mismo el restó con mesas llenas de copas altas y un mantel rayado sobre otro búlgaro que me resulta un look muy rebuscado, el restaurant palermoso cool con mucho pizarrón, la pizzería llena de banderitas, el pseudo bodegón con olor a ajo, tapizado de fotos del dueño con los famosos que pasaron por ahí, la parrilla llena de humo y de turistas que miran azorados- y con asco - la fuente de achuras, el chino clásico – sucio -, el oriental fusión peruana que es un invento que compramos para transportarnos a una mezcla de Vietnam con Cusco, total nadie sabe cómo es esa comida (la palabra “fusión” es indiscutible: sólo debe llevar mucho cilantro) el vegano pintado de verde manzana con una bicicleta en la puerta con canasto lleno de panes de semillas. Cada uno elegirá según su estilo, lo cual está muy bien porque así podés combinar con tu humor del día e imaginar, con suerte, lo que vas a pagar.
Lo que no sabrás nunca es cómo vas a comer, porque muchos de los paladares negros que los recomiendan, son incapaces de hacer un huevo duro. Pero coincidirán conmigo en que los laureles del tedio en algunos restaurantes, se los llevan los camareros con su verborragia abrumadora. Después de traer esas cartas larguísimas llenas de explicaciones que nos desafían a descifrarlas como podamos, a la luz de una vela mortecina de pabilo corto, traen las bebidas.
El agua, los piscos, las limonadas con jengibre, las margaritas y todas esas cosas que a la gente se le ocurre pedir para acompañar la comida. Eso sí, pan no hay, porque con la comida fusión generalmente no pega. Para no complicarme, pido lo primero que oigo ordenar a cualquiera de los comensales y una Coca Zero con lo que le quito todo el glamur al estilo del lugar y hago añicos los maridajes que propone el chef. Al rato empiezan a llegar las “degustaciones” que es lo indicado para pedir cuando uno es inquieto y quiere investigar acerca de una cocina que no conoce.
Es ahí donde el camarero retoma sus explicaciones interminables llenas de palabras poéticas y misteriosas: “Hoy tenemos los tres ceviches de fusión peruano-japonesa con toques de inspiración thai, además de la estrella: el de marisco con mango y cebolla morada y cilantro fresco de nuestra huerta, el de algas nori con salmón de la isla de Komodo y un toque de anís andino, luego está el más especiado y fuerte con detalles de lima refrescante que se contraponen con el ají puta parió boliviano, las hebras de carpa del jardín japonés y las huevas de trucha del criadero del hermano de Máxima Zorreguieta”.
Yo sólo tengo hambre, no hay pan, tengo una panza vacía llena de Coca Cola en la que flotan restos del contenido de una tacita de café que tenía algo con gusto a pescado y unos pedacitos como de esponja que creo que eran hongos. ¡Por favor cállate de una vez, dame de comer y déjame hablar con mis amigos! ¿No te das cuenta de que ya leímos en el menú todo lo que nos estás diciendo? No me hables más de la “suave cama de hierbas” ni de los “brotes pálidos de bambú agridulce”. No me interesa. ¡Basta por favorrrrrr…que te voy a morder un brazo!
Los ceviches vienen en tres vasos de los que escarbamos todos como salidos de un campo de concentración para no dejar nada. La bebida llega en frascos como de dulce o para un análisis de orina. Mientras bebemos cada uno del suyo, parecemos cuatro linyeras acampando bajo un puente. (Hay que entenderlo, la “nouvelle vajilla” es así, es creativa y arrojada, cambiar el continente habitual de las comidas, parece más de mundo. ¡Qué locos estamos!)
El siguiente plato aparece en otro recipiente como un cenicero. Ese “paso” se enfría porque el camarero pone nuevamente play y arranca con la explicación con tanta habilidad y malicia que lo hace sin depositarlo del todo sobre la mesa para que tengamos que escucharlo.
Me abalanzo a esa cosa tibia que no sé qué es, la como y me doy por satisfecha. Se acerca el postre y me corre un frío por la espalda. El postre fusión sumado a otro relato realismo mágico acerca de sus ingredientes exóticos es demasiado para mí. Me voy a comer un helado a Chungo y a tomar un café como la gente. No sé si estoy preparada psicológicamente para pedir un expreso en ese lugar y que me lo traigan frío, en un plato de sopa.
Texto: Luz Marti