Alimento emblemático sobre el que se depositan las ilusiones de todo argentino que se precie, manjar extrañado en el exilio que nos hace buscar carniceros que cambien sus cortes tradicionales y nos guarden tripas que tirarían a la basura. Única alternativa que se nos ocurre para festejar lo que sea, rito sagrado de domingo, el asado es capaz de mover montañas. Es capaz, entre otras cosas, de hacer levantar de su cama a un joven macho de la especie que se haya acostado exánime de feroces salidas pocas horas atrás, a esa piedra que ronca en un nido de sábanas y mantas revueltas con toda la ropa tirada por el suelo, con sólo susurrarle al oído las dos palabras mágicas: “chorizo” y “tira de asado”.
La ceremonia de su preparación se lleva a cabo en medio de procedimientos ultra específicos y respetando metódicamente pasos preestablecidos que quizá hayan empezado varios días antes, con la compra de la mejor carne en algún lugar remoto del conurbano al que van con una ilusión semejante a la de ir a adoptar un hijo.
La “previa” contempla toda clase de ejercicios pero quien haya observado detenidamente el proceso notará que existen ciertos agujeros negros siempre inatendidos, destinados a labores de cualquier mujer de la familia que se encuentre en la zona de influencia de la parrilla. Es que estos simpáticos neurocirujanos domésticos no pueden prescindir de una instrumentadora que los asista y se ocupe del trabajo sucio, con todo lo que ello implica.
El primer reclamo (y ahí deberíamos estar alertas y salir corriendo de casa) es un cepillo para limpiar esa parrilla que nuestros desconsiderados hijos y sus roñosos amigos han dejado hecha un asco como siempre. Para solucionar este entuerto echarán mano de tu cepillo nuevo para lavar zapatillas sin mirar que debajo de la parrilla tienen una docena de cepillos inmundos y llenos de grasa que han ido arrebatándonos domingo tras domingo.
Una vez llevada a cabo la higiene y luego de pedir los fósforos, que tampoco encuentran, empezarán con las maderitas, los carbones, la quema de la bolsa contenedora de dichos elementos y, a partir de allí, se sucederá una catarata de pedidos: ¿Tenés una tabla?, ¿Me alcanzarías un trapito? (además de esconder los cepillos nuevos aconsejo vivamente hacer desaparecer de la vista los repasadores y los trapos rejilla. Dejen tan sólo un pedazo de remera vieja que puedan tirar a la basura sin problema ni culpa) - Sal gruesa, ¿hay? ¿Hiciste ensaladas? ¿Ajíes tenés? Estos chorizos llevátelos porque van al final.
A juzgar por sus preguntas se podría creer que el señor que hace el asado no es mi marido sino un esquimal que pasaba por la vereda por casualidad, al que decidí entrar de prepo a casa y obligué a preparar una comida desconocida. Buscando la perfección en su tarea, entra y sale cuatrocientas veces buscando fuentes, tablas, cuchillos, tenedores de distintos tamaños y adobos, dejando sistemáticamente la puerta abierta y, para mi alegría, la cocina llena de moscas.
- ¿No habrá un quesito para este vino? - Pide como un náufrago desde su puesto de combate, como si no pudiera acercarse a la heladera ¿Ese tipo Mar del Plata se acabó? Pregunta cuando le alcanzó dos pedazos de port salut del tamaño de un chicle y con los bordes secos.
- Se lo comieron tus hijos…- Contesto ya con inequívocos síntomas de agobio. Es hora de irme y recurro la excusa ideal, la única capaz de ser aceptada en semejante momento:
- Me voy a comprar el pan - Anuncio segura de que nadie se opondrá a la búsqueda del preciado miñón fresco para el chorizo bombón. Así me escapo, lo compro y de paso me siento a tomar un café por ahí, con ganas de no volver nunca, para que el tiempo pase, con una bolsa de pan como para alimentar al Quinto Cuerpo de Ejército. Refugiada en mi escondite evito que me sigan pidiendo cosas y pienso en qué harían si yo me pusiera a planchar y pidiera ¿Me rociás?; ¿Me traés agua? Se me acabó el apresto, ¿Me ayudás a doblar? ¿No me sacás tus cosas de la mesa que quiero poner la ropa? Me matarían.
Agradezco haber aprendido, finalmente, a negarme a sus propuestas llenas de buena voluntad de arreglar desperfectos del hogar. Ya sé cómo termina el intento de cambiar la cinta de la persiana. No arregles nada, gracias, tengamos el domingo en paz, déjame lavar los platos y las fuentes del asado, déjame guardar la carne que sobró, déjame entretenerme buscando vasos por el jardín que con eso me alcanza. No me agregues tener que limpiar lo que cae del taparrollo y nos condenes a quedarnos toda la semana a oscuras hasta que venga el service.
Cuando vuelvo a mi casa el clima distendido que había cuando me fui se ha tornado una especie de hundimiento del Titanic donde todos corren como locos de acá para allá enarbolando platos y cubiertos. “La carne está lista” fue el grito que desencadenó el brote de psicosis colectiva.
Mis cuñados, apurados, empujan dentro de la heladera los postres que trajeron haciendo resbalar el pote de crema abierto sobre una pizza que era para la noche, mis hijos circulan como sonámbulos de pelos parados, trajes de baño y camisetas arrugadas obstruyendo el paso y mi hija, quejándose sin disimulo, como aprendió de su madre, está terminando de poner la mesa y de condimentar las ensaladas mientras mi suegra devora silenciosamente la mejor porción que Edipo reservó para ella. Mis panes son recibidos como maná del cielo. Las facciones de todos van suavizándose a medida que cada uno sostiene un choripán en sus manos, el caos disminuye y hasta hay minutos de un silencio gozoso, casi sublime. Distendidos al fin y envueltos en el aroma narcótico del asado, nos acomodamos alrededor de la mesa a disfrutar de un domingo en familia.
Texto: Luz Marti