Lisboa: Magia a escala humana

Lisboa es una ciudad hecha para los sentidos, para degustarla, para beberla, para detenerse en azulejos y fuentes, en la decadencia familiar de sus casas humedecidas, en historias de marinos intrépidos y vientos salobres. Es una ciudad para dejarse recorrer a pie, por calles de piedra, sin apuro, buscando lugares propicios para escuchar fados por la noche.
Es la ciudad de la poesía del enigmático Fernando Pessoa, o, lo que es lo mismo, de Ricardo Reis, Álvaro de Campos o cualquiera de sus setenta heterónimos. Podemos conocer algo más de su historia visitando su última casa e imaginarlo escribiendo en medio de su inmensa biblioteca.
El Monasterio de los Jerónimos, Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, nos lleva al refinamiento de la arquitectura religiosa del siglo XVI, donde lo espiritual se manifiesta con una belleza ineludible.
No lejos de allí, las increíbles fachadas de casas y negocios recubiertas de azulejos son una fiesta abrumadora de azul y blanco que habla del pasado de la ciudad.
Lisboa tiene un clima y una velocidad propios, una capacidad de ralentizar la vida que invita a disfrutarla; un “no apuro” opuesto a la necesidad turística de ir tachando sitios para ver. Lisboa invita a vagar por sus calles, a descubrir por casualidad, a llenarse de emociones inesperadas.
Así llegué a la pastelería Pastéis de Belém, un local detenido en el tiempo, de cerámicos impecables y público fiel. Había leído acerca de ese monumento al sabor y de su fórmula secreta. Los Pastéis de Belém, creados por los monjes de los Jerónimos en 1837, son únicos: las demás versiones —deliciosas, aunque adocenadas— deben conformarse con el nombre genérico de pasteles de nata.
Comer un pastel de Belém es atravesar un portal de sabores: limón y canela en una crema suave, apenas tostada por fuera, dentro de una tarteleta de hojaldre.
Entusiasmada, compré varios para comer por la calle. Ese gesto simple se volvió un acto de libertad y alegría difícil de explicar.
A pocos metros, en el Largo São Domingos, está la licorería A Ginjinha Espinheira, que desde 1840 ofrece su tradicional guindado hecho con aguardiente, azúcar, guindas y canela. Aunque puede tomarse a los tres meses, alcanza su esplendor pasado el año.
La combinación pastéis + guindado me alegró el día. Me hizo olvidar el frío y la finísima llovizna en una ciudad que, a mis diecinueve años, me había resultado melancólica, y que hoy amaba con todo mi corazón. Caminé por Alfama y Chiado, dejándome abrazar por la sonoridad dulce del idioma, su escala humana y su ritmo lento.
Al día siguiente viajaría a Sintra y elegí salir desde la Estación de Rossio, del siglo XIX, proyectada por el arquitecto Luis Monteiro, con los techos de los andenes diseñados por Eiffel.
Creo que la elegí porque soñaba con traspasar las puertas con forma de herradura de ese edificio, más cercano a un teatro o un palacio que a una estación de tren.
Desde mi asiento vi a Lisboa alejarse lentamente, envuelta en su misterio y su encanto, y supe que volvería.
Texto: Luz Marti
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