Cuando tenía 20 años estuve a punto de practicarme un aborto. Una falta, angustia, búsqueda de un consultorio clandestino y finalmente el alivio de saber que no estaba embarazada. a los 50, y después de haber parido a tres hijos, estoy convencida de que no abortaría ni loca. Me lo plantee en el embarazo de mis mellizos cuando alguien me advirtió que, debido a la edad, había más probabilidades que uno de ellos naciera con síndrome de Down. No dudé un minuto en seguir adelante.
La discusión del proyecto de ley de interrupción voluntaria del embarazo me encuentra en medio de la convivencia, poco pacífica, de estas dos Fernandas. Una, la más inmadura, cegada por el futuro, incapaz de tolerar la idea de una eventual maternidad en su vida llena de proyectos personales y dispuesta a dejarse maltratar, en soledad, por un médico carnicero, en el mejor de los casos. Y la otra que, en la madurez, pudo experimentar en su vientre el comienzo de la vida porque, a los dos meses, escuchó los latidos de ese embrión, aunque científicamente aún no se lo llame ser humano.
Saquémonos la careta: interrupción voluntaria del embarazo es un eufemismo. Allí hay vida latiendo. Y culturamente eso es un bebé. Sin embargo, hay mujeres -como pude haber sido yo en mi juventud- que deciden que lo mejor para ellas es correr el riesgo de morir en una camilla ilegal antes que tener a un hijo no deseado. Si todo sale bien, las despachan en una hora y se van por la puerta lateral, como ladronas. Y si no, no hay posibilidad de denuncia en un ámbito donde no interviene el Estado. Los consultorios donde las mujeres abortan tienen diferentes categorías, como todo lo que se paga. La categoría determina la seguridad, si habrá o no dolor y, claro, el precio. Con dinero suficiente, el procedimiento se hará con anestesista. De lo contrario, la intervención será en vivo y en direco. Con buena plata hay seguimiento, ecografía previa y posterior, y alta médica. con menos, tal vez te den un teléfono “por si hay algún problema”. Obviamente, no se paga lo mismo si se concurre a una piecita con un baño en un barrio popular o a una sala bien equipada y con discreción en zona residencial. Si entonces la decisión de no ser madre es más fuerte que cualquier adversidad, incluida la vida propia, al punto de co- meter hoy un acto ilegal, ¿no sería mejor en lugar de seguir prohibiendo, acompañar a esa mujer para que, al menos, no deje su cuerpo en el camino? Lo que en la guerra sería “el control de daños” ante un hecho consumado. Lo que Holanda hace con los adictos cuando les provee heroína en dosis necesarias.
Probablemente esa mujer en un lugar aséptico, cuidada psicológica y físicamente pueda amortiguar el duro golpe que, en cualquier caso, significa un aborto. No creo que, si se aprueba la ley, la interrupción de un embarazo se tome con la liviandad de una reunión de tupperware. No ha ocurrido en los países donde se legalizó. Siempre es una decisión difícil que deja huella en la historia de una mujer y que no es grato atravesar. Claro que para ello sería necesario aumentar la dosis de educación sexual entre las niñas y jóvenes. Para que no tengan que elegir entre dos tragedias: abortar o parir un hijo no deseado.
Por eso estoy a favor de la despenalización del aborto, aunque hoy no me lo practicaría porque es truncar una vida. Quiero que las dos Fernandas tengan la posibilidad de decidir dentro de la ley. Las estadísticas de muerte materna demuestran que la ilegalidad ha fracasado como método de persuasión. al menos, que no se jueguen el pellejo.