La educación por kilo
Como si fueran miñoncitos recién horneados, algunos padres desean para sus hijos que la escuela les de una “educación por kilo”. Es decir, se sienten satisfechos cuantos más cuadernos acumulan los chicos en sus mochilas. “Arrancaron primer grado y uno le lleva al otro 2 cuadernos de ventaja”, decía un título del diario Clarín a propósito del paro docente, comparando un niño que concurría a la escuela privada con otro que iba a un colegio del Estado.

Pero, ¿es esto cierto? ¿La educación puede medirse según el peso de las mochilas? ¿O los chicos pueden adquirir conocimientos en el aula por otros caminos?
Para muchos padres es más tranquilizador poder ver que, al final del día, sus hijos consumieron 250 gramos de cuentas, medio kilo de orto-grafía y un cuarto de historia argentina. Así fuimos educados, muchos de nosotros. Leyendo sobre Belgrano en el Manual Kapeluz sin poder preguntarnos cuáles eran las miserias de los próceres o restando con el cantito “le saco uno y se lo presto al de al lado” sin entender por qué debíamos ser tan solidarios. Todo detrás de un banco, copiando fórmulas, aprendiendo mecanismos y memorizando datos. La maestra dictaba y los alumnos, escuchábamos. Eso era sinónimo de una buena educación: cuantos más renglones escritos, más aprendizaje.
Pero ahora, en el mundo, hay un revolución en marcha que puso en crisis este modelo de educación por kilo: el alumno 3.0. El acceso al conocimiento está, para ellos, al alcance de un ENTER, lo que trae consecuencias inimaginables, tal como ocurrió en la Edad Media cuando la invención de la imprenta democratizó el uso de los libros hasta ese momento reservado sólo a los monjes que los copiaban a mano.
En este contexto, no resulta extraño que los chicos se aburran de sentarse a copiar hojas y hojas con la abstinencia de los estímulos -demasiados, para mi gusto- que tienen día a día. El saber hay que reclutarlo, entonces, de otra manera.
Una maestra me contaba que un padre le había escrito una nota preguntándole si el día anterior “no habían hecho nada en clase” porque el cuaderno de su hijo de primer grado estaba en blanco. Era cierto: en el cuaderno no había nada. Los niños habían formado una ronda en el patio para charlar sobre la identidad: conversaron sobre el motivo de sus nombres y luego se dibujaron a sí mismos en una lámina. Una forma de llegar al conocimiento por otros métodos como la experiencia propia, la oralidad o el razonamiento.
Por suerte, en muchas escuelas, ya se está trabajando en esta modalidad de construir conceptos grupalmente con los saberes previos que cada chico trae. El docente actúa de guía. Aquí no vale repetir ni soplar. No importa si a fin de año los chicos “no terminaron todo el libro de Naturales”, como piden los padres. Se razona y se investiga. “No en todas las escuelas se trabaja así. Para muchos maestros es más cómodo que los chicos tengan un rol pasivo porque eso es más ordenado y además, se cumple con la expectativa de muchos padres de llenar cuadernos”, asegura una maestra de una escuela de la zona Oeste.
Lo que es cierto es que el sistema educativo merece un replanteo por parte del Estado, en general, y de las escuelas, en particular. Los resultados en el aprendizaje, tal como admitió el Gobierno, son preocupantes. Según la encuesta Aprender 2016, cuatro de cada diez chicos de sexto grado obtuvieron desempeños básicos o por debajo de lo esperado en matemática y un tercio en lengua.
Por supuesto que los factores a analizar son múltiples, como el socioeconómico, el familiar, el cultural y con docentes mal pagos en medio de un paro preocupante. Pero, en lo que hace al método, la educación no puede venderse por kilo. A veces lo importante pesa menos que un cuaderno.
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