Mi hijo el campeón

Cuando padres y colegios se embarcan en esa loca carrera por competir y premiar a los mejores... En primera persona, cuánto perdí por salir primera!

Mi hijo el campeón

Siempre fui una nena 10: abanderada, mejor promedio, destacada en la actividad que emprendiera. Pero detrás de esa niña brillante había un mundo oscuro que nadie conocía y que sobrellevé en silencio hasta la edad adulta. Presiones internas por ser la mejor, frustración cuando eso no ocurría, miedos, pánico a la competencia, pero sobre todo una gran infelicidad. Porque siempre supe ganar, pero no supe cómo perder. Y en la vida, lamentablemente, esto es lo que más ocurre. Cuando era niña nunca se me retaceó un primer lugar, pero sí me negaron las herramientas para poder sobrevivir en un mundo poco amigable, como el nuestro. Estaba desvalida frente a la adversidad. El exitismo sólo da lugar a personalidades frágiles y dependientes de la mirada del otro. Pero eso no lo aprendí hasta mucho tiempo después. Cuando tuve a mi primer hijo jamás se me ocurrió cuestionar ese modelo. Y fui la clase de madre que se angustiaba si su primogénito no estaba en la primera fila del acto de fin de año. O si no le daban la medalla al mejor arquero del club. O si no era abanderado en sexto grado. Encajaba perfecto en un sistema escolar resultadista (aunque no era exactamente el caso del colegio de mi hijo) que premia el puesto final que se ocupó en la carrera y no en cómo se corrió. Así es la locura en la que, a fin de año, quedamos enredados padres y autoridades escolares. Nos pasan por delante notas, medallas, premios, banderas, un despliegue de merchandising exitoso al que muy pocos chicos acceden en relación a la cantidad total de alumnos, y que sólo muestran un clic, la foto de un instante, que después nos sirve a los padres para subir a Facebook y sentirnos orgullosos. No quiero detenerme en los chicos que quedan abajo del escenario o afuera de la cancha por no poder estar en esa selecta fotografía. Es sabida la frustración y angustia que genera en los desclasados del podio de triunfadores. Voy a hacer foco en los chicos ganadores. Nadie repara en ellos porque se supone que, por el hecho de serlo, no sufren. Y, sin embargo, si esa es la única fórmula psicológica que los sostiene, tienen mucho para perder. Mi segundo hijo derribó este mito. Afrontar su autismo me llevó tiempo porque tuve que aprender todo lo que me había perdido en 40 años. El valor de un pequeño logro; la posibilidad de caer y volver a levantarse; la resiliencia; la necesidad de amigarse con las propias limitaciones; minimizar el qué dirán. Cuando uno deja de ver fotos y empieza a mirar procesos, que tienen más durabilidad en el tiempo, encuentra riqueza en el camino y no en la meta. Ya no importa dónde se llegue sino el esfuerzo de transitarlo. El sentido del éxito cambia. Cuando en las escuelas se premia al mejor promedio, creo que debería premiarse al que no podía y pudo. Cuando en los clubes se premia al goleador, debería premiarse al que dejó de ser pata dura. Muchos más chicos estarían incluidos en esa caricia social y los ganadores, como yo, nos relajaríamos de las exigencias de nuestros padres y podríamos ser un poco más felices.

Texto: Fernanda Villosio

Mi hijo el campeón

fvillosio@gmail.com

@fervillosio

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