El feminismo asusta. Las mujeres en la calle gritando consignas, blandiendo pañuelos verdes, pintándose la cara o mostrando sus tetas en señal de dominio de su cuerpo. Incorporando nuevas palabras al diccionario: empoderar, sororidad, gestante. Y arrasando como una tromba con la imagen de sexo débil que siempre se les atribuyó. "¿A dónde vamos a llegar con todo esto?", se preguntan varones desorientados que, a veces, temen no saber distinguir una galantería de un gesto de acoso.
La mujer se está haciendo escuchar. Después de años de que su palabra estuviera devaluada; que sus denuncias de violencia de género no se tomaran en cuenta; que sus cuerpos debieran soportar el chiste fácil y que el silencio se convirtiera en norma antes que la palabra. Ellas dijeron, aquí estamos, salieron de sus casas y ganaron la calle en colectivos como el de "Ni una menos" o la defensa del aborto legal.
Se sienten protagonizando una revolución. Y, de alguna manera, lo es. Pero como todo cambio de paradigma, a veces, se produce con violencia y excesos. Como un péndulo, que pasa de un extremo a otro. De la sumisión a la confrontación. De la aceptación a la intolerancia. Del silencio al grito. Y en nombre de estas conquistas, justas y merecidas, se cometen muchas injusticias. Cacho Castaña fue quemado en la hoguera pública por usar una desafortunada frase que era clishé en otras épocas en que se denigraba el lugar de la mujer. Lo mismo le pasó a Santiago Bal que, acostumbrado a perseguir con doble sentido a las mujeres en el escenario, le cuestionaron sus metáforas subidas de tono. “Me quieren ver muerto”, se quejó el capocómico por los disgustos que le provocaron las críticas. Hombres mayores educados en otros tiempos.
En twitter, la agresión es la forma de hablarle al otro: “Si elegís votar en contra de la ley del aborto, sos un imbécil o un retrógrado, no hay otra estúpida explicación”, escribió una conocida periodista.
Muchos varones están desconcertados. Es cierto que algunos se resisten a abandonar su lugar de privilegio, pero otros se encuentran perdidos en este nuevo sistema de códigos femeninos que, para la holgura de la historia, ha cambiado de un día para el otro. Y piensan: “Pero si era normal decir un piropo en la calle, hacer un chiste subido de tono en el trabajo o cortarle la tanga a una mujer en tevé”. Programas que apenas cumplieron una década, como "Casados con hijos", ahora son un compendio de incorrecciones políticas, imposibles de aceptar en el nuevo vademecum feminista. "Juzgar los comportamientos de hace veinte años con el parámetro actual es incorrecto -explica la analista de Medios, Adriana Amado-. Basta con ver una publicidad de hace unos años y nos damos cuenta que no nos portábamos de la misma manera. Pero yo no le puedo hacer un juicio a una empresa porque hizo una publicidad machista en los ‘70, pero sí lo hacemos con las personas. Eso es lo raro".
Esto no intenta exculpar a los hombres. Sino, simplemente, pedir tiempo para ellos. El feminismo hardcore es impiadoso. Pero la verdad no está en los discursos, cambiando la “a” o la “o” por la “e” para ser inclusivos. Los procesos culturales tienen dinámicas menos marketineras.