Vidas Impensadas

Cuando te rescata un hijo con autismo

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Mi hijo de 7 años tiene esta condición. Para todos los padres que pueden estar pasando un momento similar, quiero contarles cómo pasé de la desesperación a sentirme afortunada

La vida se paralizó cuando supe que mi hijo tenía autismo. Thiago no superaba los dos años, realizaba movimientos extraños con las manos, como un pez aleteando desesperado por salir a la superficie, y había decidido no escuchar al mundo que lo rodeaba. Recuerdo la mañana en la que tenía una evaluación diagnóstico por el barrio de Belgrano. Esperaba que todo fuera un mal sueño, que me dijeran que se trataba del error de un médico trasnochado. Buscaba en los ojos de la especialista un guiño tranquilizador. Pero el informe que llegó a mis manos contenía el peor de los pronósticos: un futuro oscuro, un hijo discapacitado, una vida incierta. Todos hundidos en un mar sin superficie.

Lloré, puteé, lo miré y no lo reconocí. Ese no era el hijo al que yo aspiraba. El mundo se suspendía en una pregunta: ¿por qué? Seguí llorando durante meses, puteando y mirándolo para tratar de reconocerlo. Ese sí era mi hijo. El hijo que iba a enseñarme a ser una mujer diferente, con una dimensión más humana. Sólo que en ese entonces no lo sabía. Porque pensaba que el único que tenía cosas para aprender era Thiago. Me volví hiperquinética. Creo que para no tener tiempo de sentir pena de mí misma. Moví cielo y tierra. Secretamente, en cada receta, en cada terapia, en cada especialista, esperaba el milagro de la curación. Quería llevar a mi hijo hasta la superficie, como fuera. Me torturaba la idea de saber que, de lo que yo hiciera hoy, dependía lo que él pudiera hacer mañana. Fueron tres años dolorosos. Sombríos. Aunque mi cuerpo iba por ahí cumpliendo con sus deberes de madre, mi alma estaba perdida. Pero nunca dejé de buscar. Me aferraba a la espiritualidad de mi marido, arnés de mis tristezas, aunque en el fondo nada me alcanzaba. Siempre la misma pregunta: ¿por qué a mí? Esa pregunta que había escuchado tantas veces en boca de otros y que ahora se convertía en mi propio libreto.

Cuando pensaba que el dolor estaba superado, verlo solo en un recreo del jardín reactivaba mis fantasmas. Sentía que los demás cuchicheaban a mis espaldas y que yo me quedaba, también sola, con un nudo en la garganta. Entre esa angustia que trataba de disimular y una obsesión por las terapias, Thiago comenzó a convertirse en persona. Dejó de mirar fijamente la pared o pasar hojas de revista sin sentido y comenzó a comunicarse. Sonrió, disfrutó y mostró interés por nosotros. Recuerdo el día en que, por primera vez, sentí que ahí había un niño. Y no una planta. Ya tenía seis años.

Cada pasito era un logro enorme. Siempre digo que a primer hijo le exigí que fuera el mejor de su grado. ¡Pobrecito! Thiago me obligó a otra cosa. Aprendí a mirar la vida como un proceso y no como un resultado. A hablar de tiempos, a entender límites y a valorar cuando se los supera. A dejar de lado los prejuicios porque todos somos distintos y a mirar al otro con misericordia.

Sin darme cuenta, Thiago se había convertido en mi gran maestro. Y llegó el día en el que, en una reunión de primer grado, pude decir frente a todos los demás padres: “Quiero contarles que mi hijo tiene autismo”. En ese momento tomé conciencia que, en realidad, quien me había sacado a la superficie había sido él. Me rescató de la ignorancia y de la soberbia. Y los dos juntos, entonces, pudimos sacar la cabeza afuera del agua.

El otro día, una amiga describió una imagen que me dejó pensando: “Yo siento -me dijo- que, a los empujones, a Thiago ya lo subiste al barco. Como sea, con todas sus dificultades, pero que ya está arriba del barco”. Lo que no le aclaré es que sin él, probablemente, yo todavía seguiría dando manotazos de ahogado.

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