Recuerdo llegar a una especie de cabaña grande, rústica (y húmeda), llena de atrapasueños, gnomos y banderines, rodeada de pinos, cerca de la playa. El camino de tierra arenosa era un sinfín de curvas, pozos y ramas caídas por una temporal que acababa de pasar.
Imprevistos navideños y cena a la luz de las linternas
Entusiasmados con la señalética tan navideña y promisoria, estacionamos en un terreno vacío habilitado para eso con un cartel de Parking hecho en lucecitas de led. Hasta ahí, todo lo planificado para el festejo por los dueños de casa. El resto un “sálvese quien pueda”, al mejor estilo reality show.
Ellos llegaron junto con nosotros. Venían de comprar algo de carne para el asado, unas verduras para asar en la parrilla y el poco carbón que quedaba en la estación de servicio, por lo que tuvimos que salir a juntar piñas con unas linternas, entre la pinocha húmeda pinchándome los dedos de los pies y, lo que era peor, mojándome las sandalias recién estrenadas.
La comida se demoró casi hasta las 12 mientras devorábamos una picada genial que nuestros amigos habían llevado, junto con un delicioso Cabernet Franc. A nosotros nos tocó aportar champagne y helados, pero, para nuestra sorpresa, la luz del barrio se había cortado y tuvimos que improvisar espacios de guardado con las heladeras de la playa.
Pudimos también haber dejado todo a la intemperie ya que soplaba un viento gélido del este, que hizo que nuestros atuendos de navidad tropical sudamericana quedaran sepultados por una mezcla de camperas y ponchos muy poco agraciada.
Invitados inesperados y experiencias peculiares
Los otros invitados fueron llegando. No conocíamos a nadie. A esa altura mi mal humor y mi arrepentimiento por haber aceptado semejante programa eran notorios, pero, gracias al corte de luz, pocos podían verlo reflejado en mi cara, iluminada apenas con la luz del fogón.
Los chicos corrían gritando excitados por el apagón y las linternas, comían papas fritas y cada cinco minutos preguntaban si faltaba mucho para el asado. Yo solo quería irme y no escuchar más ni a la señora que explicaba la receta de su flan de coco, ni a su marido que bajó del auto guitarra en mano, decidido a no soltarla en toda la noche, para “deleitarnos” con baladas deprimentes de su autoría.
Mi propuesta para este año, la noche perfecta según mis normas
Por eso, este año, sabiendo todos lo que me quejo por organizar la Nochebuena, desconcerté a mi familia con mi nueva invitación para la noche del 24, proponiéndoles, controladora al fin, que no trajeran nada, salvo los regalos que quisieran hacer o algunos fuegos artificiales, porque yo organizaría todo, me haría cargo de la comida, la bebida y la decoración.
Yo comandaría ese escuadrón dispuesto a pasarlo bien, a comer rico y a disfrutar de quinientas bolas rojas, doradas y verdes desparramadas por la casa y el jardín, de centros de mesas de flores frescas, manteles navideños, y guirnaldas de muérdago y luces. Yo mantendría en orden esa heladera que se convierte en una mugre de salsas chorreadas si cada uno aporta lo suyo, decoraría las fuentes y prepararía todo con tiempo, como me gusta, sin que nadie se entrometiera en mi camino.
Una parrilla bien nutrida, un gazebo para los más chiquitos, y hasta toallas a mano, por si a algún adolescente – que nunca falta- se le ocurriese tirarse a la pileta. Con todo bajo control, recibiré a mis invitados (y a algún ser necesitado de abrigo en esa noche tan especial) y, satisfecha, los miraré pasarlo maravillosamente.
Después de las despedidas, agotada y feliz, en el silencio de la noche, recogeré papeles de regalo del jardín, acomodaré algunas cosas y, engañándome una vez más, pensaré “el próximo año, mejor hacerlo en otro lado”.*
Texto: Luz Marti