Williamsburg: Una decisión feliz
Abogada, madre, fan de los viajes, los helados y la cerámica, nacida en Mar del Plata y habitante de un barrio cerrado en Zona Norte, Paola se lanzó, sin pensarlo demasiado, a cumplir un deseo postergado que la llenó de felicidad y de experiencias renovadoras, y nos lo cuenta en primera persona.

Mi hijo menor se había independizado. Marido no tenía hacía rato. La casa empezó a quedarme grande y el otoño no colaboraba mucho con mi ánimo. Por suerte, se me había despertado la pasión por la cerámica y tomaba distintas clases, pero, de alguna manera, también se habían vuelto un poco grises y monótonas. (¿O sería yo?)
Necesitaba un cambio y revisé internet buscando nuevos talleres con más onda. Me topé con Jane’s Pottery Lab, una explosión de color y forma, de vida y de alegría. “Eso quiero”... pero “eso” quedaba en Williamsburg, Brooklyn.
Unas millas de la tarjeta y la plata destinada a cambiar el auto me alcanzaron para aterrizar en JFK, pletórica. La primavera y los cerezos hicieron el resto.

Instalada en modo local
Me instalé en mi precario monoambiente, tercer piso por la escalera, a ocho calles de lo de Jane, decidida a no ser una turista como lo había sido antes, tragándome todos los museos, parques y monumentos de Nueva York.
Quería ser una habitante de Williamsburg y tenía que aprenderlo; necesitaba experimentar la cotidianeidad americana: la pareja de policías tomando café en el patrullero, la bandera, las escaleras externas de hierro, el East River, el bagel, el puente de Brooklyn.
Todas las imágenes vistas una y mil veces en films o en la tele que, al corporizarse frente a nosotros, nos despiertan la curiosa ambigüedad de lo conocido-desconocido al mismo tiempo.
El barrio que respira estilo
Elegí dos lugares para empezar a aclimatarme antes de comenzar mis clases.
Lo primero fue ir a comer algo a Bedford Ave, que es como el resumen condensado de un barrio hipster, con sus tiendas bohemias, sus cafés y restaurantes y su fascinación por lo vintage.
Bastaba quedarme sentada en una mesa en la vereda, un sábado o domingo, inundado de gente: lo más cool y trendy del planeta Tierra desfilaba para mí. Especímenes que no podían pertenecer a ningún otro lugar en el mundo que a ese. Lo que fue el Soho en los 80 es hoy Williamsburg.

Entre cerámica, flores y brunchs
Hacía más frío de lo que había calculado al armar mi equipaje: era el momento ideal de dar una vuelta por Beacon’s Closet y deambular por ese universo infinito de percheros de todo tipo de ropa usada y casi nueva. Como era previsible, compré una campera bastante fea y me enamoré de unas botas verde lima y de un saquito de Prada que no necesitaba... y me los llevé.
El taller de Jane resultó un lugar fascinante: una construcción de grandes ventanales ubicada al fondo del jardín de su casa, con una huerta y una fuente pequeña.
Los alumnos éramos pocos: Cindy, una florista de unos treinta años; Grace y Vera, una pareja de Albany con un pequeño restaurante; y Solomon, jubilado, ex hippie y escultor de piezas enormes.
No solo aprendíamos técnicas, también nos divertíamos juntos.
Cindy, a quien el New York Times ya le había dedicado una nota de dos páginas, nos invitó a uno de sus talleres de diseño de arreglos florales, un verdadero derroche de libertad creativa.
Lo que pasa en Williamsburg...
Con Grace y Vera recorrí cafeterías, tomamos brunch en Smorgasburg (Williamsburg no existe sin brunch), cenamos en restaurantes llenos de encanto y famosos por sus pésimos camareros, tan imbuidos de su estilo hipster que se olvidan de lo que pediste.
Para disfrutar de la vista de Manhattan iluminado, tomamos tragos en la terraza del hotel Wythe y, deambulando, descubrimos Kai D, una tienda de “indumentaria refinada para artesanos” que nos voló la cabeza con ese refinamiento que roza el esnobismo.

La felicidad con mayúscula
A medida que los días pasaban me sentía más feliz.
No estaba contenta, estaba feliz —que es otra cosa—, algo que va de adentro hacia afuera, que tiene que ver con sintonías sorprendentes que se cocinan dentro nuestro.
Solomon completó mi educación “willburgense” llevándome a bandas geniales, exposiciones al aire libre y teatro amateur. Yo retribuí con picnics en Prospect Park, mantelito incluido.
Un mes más, por favor
En un rapto de entusiasmo, renové por un mes el alquiler de mi monoambiente que, gracias a pequeños detalles de decoración comprados en Leif, en Artists and Fleas y mercadillos de pulgas, había tomado un estilo hippy chic encantador.

Todavía quedaban muchos parques que recorrer, calles por descubrir y sabores exóticos de helado que probar en Van Leeuwen, en ese barrio de vitalidad vibrante, por cuyas venas corre la sangre de personajes tan dispares e increíbles como Al Capone y Barbra Streisand.
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