Santa Rosa te lima
El doctor Osvaldo Besasso, vecino del Olivos Golf Club, nos aporta este relato en primera persona, donde el golf, la amistad y los caprichos del clima se entrelazan en un domingo marcado por la tormenta de Santa Rosa.

Solo para golfistas
Me fui a dormir, acosado por un sueño que se remoloneaba en llegar. No podía superar la bronca de cómo perdí el match con mi amigo, el suertudo de Ernesto.
El tipo metió un putter desde la luna, y yo, con uno que estaba dado, le pego confiadísimo y la bola se me queda ahí, colgando del diminuto precipicio del hoyo. El golf es así, impredecible.
En fin, no todo estaba terminado, ahora, a soñar con los duendes del green y mañana, la revancha.
El pronóstico de Santa Rosa
Una contra sobrevolaba mi deseado desquite: este domingo era el día de Santa Rosa. El pronóstico anunciaba que las lluvias llegarían después del mediodía. Aunque yo, hace tiempo que no le creo a termómetros, barómetros, pluviómetros y otros ómetros.
Yo me manejo con el Servicio Meteorológico Articular. Mis coyunturas son más confiables que el diagnóstico de los meteorólogos. Ese forecast personal anunciaba otra cosa: que llovería toda la noche. Los alrededores del treinta de agosto, y sus turbulencias, son de mal augurio para los golfistas. De a poco, me fui quedando dormido, por ahí, se postergaba el repetido designio de la Santa.
La alarma del celular sonó puntual. Ocho horas, catorce grados centígrados, humedad ochenta y seis por ciento en hectopascales, las lloviznas continuarían por la mañana, aumentando de intensidad por la tarde-noche.
Me desperecé con una mueca de desagrado, pese a que, desde afuera, no llegaba ningún rumor. Fui descorriendo ese juego de catáfilas que hacen sábanas, frazada y el viejo acolchado. Sentado en el borde de la cama, apagué la alarma del celular que seguía repitiendo la misma cantinela.
¿Mi agnosticismo sería capaz de liberarme de los caprichos de una Santa? Me calcé las pantuflas lanudas. El piso frío contrastaba con el lecho cálido, donde quedaron atrapados sueños que no logro evocar. Me asomo a la ventana, deslizo la cortina, esa pantalla que nos defiende de la luz matinal. Detalle ocioso, para una mañana de cielo gris, espeso y pesado, que esconde el sol.
La jornada no estaba para jugar. Me quedé un rato, mirando a través de los vidrios neblinosos. Las plantas parecían doblarse bajo el peso de una humedad untuosa. Los primeros capullos de azaleas se agitan al vaivén del viento. Desde el techo, las tejas derraman monótonas gotas.
La tal Rosa se desquitó de mi ser pagano, se salió con la suya y me negó el desquite.
Le mandé un WhatsApp a mi ahora contrincante. Le consulté sobre la conveniencia de no jugar y dejar el Choice* para el próximo sábado. Estuvo de acuerdo.
Me di vuelta, mi mujer todavía no se había despertado. Para su hábito dormilón, todavía era muuuy temprano. Pensé en darle la sorpresa de llevarle el desayuno a la cama.
*Choice, es un formato de juego, en el cual se permite elegir, en una
segunda ronda, el mejor de los dos scores, de cada hoyo, jugado en la
instancia anterior.
El club como refugio
Me abrigué y salí. Al trasponer la puerta me envolvió la garúa, esa indecisión acuosa entre niebla y lluvia. No saqué el auto. Desde chico disfruto de ese repiqueteo que hacen las gotas sobre el paraguas, por eso preferí caminar hasta el Club House.
Tenía la intención de comprar algo más tentador para nuestro rutinario desayuno. “Al mal tiempo, buenas medialunas.” Por lo menos, mimar a mi “viuda del golf” con algo más apetecible. Prescindir, por una vez, de las hipocalóricas y aburridas galletas de arroz. Una versión comestible del telgopor.
Los vientos habían pintado de ocre el playón, con una capa de hojas que vestían de otoño al comienzo de septiembre. Los pocos autos estacionados pertenecían a esos sujetos inexplicables: “los golfistas”.
Una especie deportiva única, que va desde los nueve a los noventa años y a la que todo tipo de meteorología le es ajena. Soportan soles calcinantes o precipitaciones bíblicas, nada los arredra. “Yo salgo igual”, se auto animan.
El bar se llenaba de a poco con esos a los que cualquier excusa les sirve para librarse de las domésticas quejas o encargos.

El absurdo en el tee del uno
Mientras esperaba que me envolvieran los dorados y crocantes cuernitos, alguien me tiró al pasar: “¡Podés creer que Basualdo y su primo van a salir!”.
Efectivamente, ahí estaban los dos, en la casilla de palos, ante un asombrado René, que, bamboleando la cabeza en señal de duda, les entregaba los carritos. Preservadas del agua por la bolsita plástica, la tibia carga y esquivando charcos, me acerqué al tee del uno. Esa salida no me la podía perder. Me saludaron con un indisimulable gesto de superioridad. “Nosotros no arrugamos”, me dio a entender con la mirada.
Cada loco…, le respondí, mientras giraba el índice sobre mi cien.
Era obvio que, para jugar en un día como hoy, como decía un tío mío: “hay que estar bien de físico y mal de la cabeza.”
No sé por qué, evoqué una expresión escocesa: “No wind, no rain, no golf.” Esa extravagancia deportiva es solo aplicable a los nativos de esas desarboladas estepas: los llamados links**. Me mantuve a una distancia prudencial.
Ya cada uno se había calzado el traje de agua, colgado en los tirantes del paraguas, (por ahora intacto), tres (por ahora) toallas secas.
Semi erguido, frente a la pelota, le dice con tono admonitorio al otro inconsciente que lo acompaña: “Vas a ver que esto, en tres o cuatro hoyos, para.” Antes de pegar, mira desafiante al starter que, desde su casilla vidriada, lo espiaba incrédulo, sin comprender aún por qué el capitán no había decidido cerrar la cancha.
Con mucha mala suerte, el swing de práctica levantó un abanico barroso que dio de lleno en la entera humanidad del primo. Este arrastre imprimió una alargada línea marrón-verdosa, que, subiendo desde el pantalón, llegó a la gorra. El insulto que empujó una saliva espesa y terrosa, prefiero no reproducirlo.
Relativizando el suceso, tras un escueto “sorry”, el loco le alcanzó una de las toallas y reinició su rutina.
El driver, al elevarse, se frena frente a la barrera del fuerte viento en contra. Tras corto vuelo, la bola cae a pique. La Titlelist Provi se habrá convertido en un objeto inhallable. Comenzaba para ellos el tortuoso camino del fangolf. Esa mezcla de golf y fango.
Para quienes se han salvado de pertenecer a esta grey, nosotros habremos de parecerle una especie de seres incomprensibles. Pertenecemos, unos más, otros menos, a ese grupo tan especial: “los golfistas” (yo incluido).
Me quedé “mirando” los intentos de una búsqueda infructuosa y “oyendo” un rosario de puteadas, toda una ofensa a la indefensa Rosa.
Tras los reglamentarios minutos, el loco se dio por vencido y regresó al tee para pegar de vuelta. (Con el consabido golpe de multa).
La sucesión de desgracias aún no había concluido. Giré apenas, para observar cómo pegaba después del bajón. Esta vez lo hizo sin swing de práctica. Fue tan largo el backswing, tan intenso el caderazo, para imprimirle fuerza al golpe, que los tapones del calzado no le dieron suficiente agarre. Toda su humanidad, aferrada del follow through del palo, se desplazó hacia adelante, se elevó, y cual largo era, cayó de espaldas.
Trató de incorporarse. Tras dos fallidas patinadas, volcó el carrito, trató de reordenarlos y comenzó a caminar, fingiendo naturalidad. Cuando me miró, hice de cuenta no haber visto nada. Cuando se alejaba, su aspecto, más que el de un jugador de golf, era el de un náufrago. Ahora entiendo por qué le dicen “el loco.” Este conjunto de situaciones ya entraba en el terreno de lo desopilante. ¡Daba como para escribir un cuento! —pensé— y retomé el camino a casa.
**La expresión link (unión), es referida a los campos de golf que bordean el mar, sin nada que exista entre el trazado y las aguas.
El regreso a casa
Qué alivio esa calidez interior y dejar afuera ese destemplado y accidentado día. Me asomé al cuarto: la “bella” continuaba su idilio con Morfeo. ¡Qué envidia!
En la cocina y con mucho esmero, armé la bandeja: dos tazas de Nespresso, coronadas de blanca espuma, sobre la que dibujé con canela un corazoncito. En la canastilla, las crujientes medialunas, al lado, la mermelada de naranja y un ramito de azaleas que corté al pasar. Ella se lo merece.
Allá lejos, bajo la bruma impiadosa y en solitario, los dos obcecados continuarían con su absurdo periplo. Se oyó clarito el sonido de la sirena anunciando rayos: los excéntricos tenían que pegar la vuelta.
Con seguridad, fueron directo a sus casas. No se hubieran animado a mostrar sus miserables aspectos, ante las miradas burlonas de los que “arrugaron.”
Hay que aceptar algunos designios: Santa Rosa, te lima.
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