Transformar un diagnostico en una vida de aprendizaje

“Que el diagnóstico no se interponga en el vínculo entre ustedes y su hija”, fue una de las frases que más retumbó en mi cabeza en una de las consultas con una profesional de la estimulación temprana. Soy mamá de una beba que nació con una discapacidad neurológica. Hoy comparto mi testimonio desde este nuevo camino que nos toca transitar.

Transformar un diagnostico en una vida de aprendizaje

El lunes 14 de junio a las 19.45, a horas de entrar en la semana 38, conocimos a Máxima, que nació en el marco de una cesárea programada, con unos 2,590kg. “¿Estuviste en Brasil?”, recuerdo escuchar esa extraña pregunta en la sala de parto. Si bien de ahí nos fuimos los tres a la habitación, un par de horas después vinieron a buscar a nuestra beba para hacerle un estudio porque, según nos dijeron, tenía la cabeza muy chiquita, aunque nosotros no lo notábamos. Fue ahí donde todo empezó.

Máxima tuvo su primera apnea (pausa en la respiración) mientras le hacían el estudio, razón por la cual, tuvieron que llevarla a neonatología. A la mañana siguiente tuvo otro episodio y a la noche, el tercero y último. Fueron solo tres, pero bastaron para que nuestra bebita quedara internada. 


A casa, con el corazón dividido

Llegó el jueves y nos tocó irnos a casa, con la felicidad de reencontrarnos con Filipa (nuestra beba de un año y medio) y el dolor de dejar a Máxima sola en el sanatorio. Ahí conocí esa difícil sensación de la que me habían hablado otros padres que pasaron por neo: irte a casa sin tu bebé. 

Para mí, neonatología significa algo similar a incertidumbre. Nadie te puede decir cuánto tiempo vas a estar ahí, ni qué va a pasar mañana o en qué sala vas a encontrar a tu hijo. Es un día a día, es chequear el peso, que respire bien, que su temperatura y su color estén normales, que coma y que todos los estudios den bien. Mientras intentábamos seguir el minuto a minuto de toda esa información, pasando horas en la sala de espera y en el lactario (el cuartito donde me sacaba leche), cada “ascenso” era un motivo de festejo (las diferentes salas de neo muestran la “gravedad” de los pacientes, en la 1 están los más delicados y en la 6 los que en breve podrían tener el alta). 

En una línea paralela seguía presente el fantasma de “la cabeza chiquita”, seguían estudiándola y nos decían que podía no significar nada o sí, pero que “había que esperar”. Eran tantas las cosas de las que teníamos que estar pendientes, sumado a nuestro cansancio, la culpa por no poder estar con Filipa y el dolor físico de la cesárea, que tampoco indagamos tanto en el tema de la cabeza. Escuchábamos, esperábamos resultados y poníamos el foco en lo demás. 

El diagnóstico

Después de once días, llegó el viernes 25 de junio y ya se respiraba el tan ansiado alta. El día anterior nos habían dado los últimos resultados y todo estaba bien. Ese jueves a la noche festejamos por adelantado, estábamos seguros de que al día siguiente volvíamos a nuestra vida normal. Esa mañana se cumplió nuestra sospecha, nos confirmaron que esa tarde nos íbamos. 

Nos dijeron que solo faltaba que la Dra. Zuccaro, una neurocirujana y, por cómo hablaban de ella, una voz muy autorizada, la viera y nos diera su devolución. Lo que nunca nos imaginamos era que de esa charla saldría la noticia que nos cambió la vida: “Máxima tiene microcefalia”, nos dijo. No teníamos ni idea de lo que eso significaba, por lo que reaccionamos bastante tranquilos. La doctora me volvió a hacer la pregunta: “¿Vos estuviste en Brasil?”. Aunque esta vez no fue el caso, parece que la microcefalia muchas veces se produce por el contagio del virus del Zika, el cual viene principalmente de Brasil.

Estábamos un poco mareados, pero entre todo lo que nos dijo, nos explicó que, en el caso de Máxima, lo que tiene más chico es el cerebelo. Obviamente, le preguntamos por las consecuencias que esto podía traer, y nos explicó que podía afectar a su desarrollo cognitivo, pero que nadie iba a decirnos exactamente cómo iba a manifestarse en nuestra bebé. Nos aconsejó no googlear y poner nuestro foco en algo llamado “estimulación temprana”, que esa era la clave para acompañar y ayudar al desarrollo de nuestra hija. La neurocirujana insistió en que arranquemos con eso cuanto antes, ya que el cerebro de los bebés hasta los tres años es súper permeable. 

Le pregunté si teníamos que preocuparnos; “preocuparse no, ocuparse”, respondió. Indagamos sobre cuán probable era que Máxima tuviera problemas en su desarrollo y la respuesta fue: “es un 50 y un 50”, lo que nos dio tanta tranquilidad como pánico. “Se van a cruzar con médicos de todo tipo y algunos les van a hacer futurología, no le crean a nadie que les diga qué va o no va a lograr su hija, ella es la única que se los va a poder decir. Hoy vayan a casa, descansen y disfruten de su bebé, ocúpense de estimularla y de vivir el día a día”, con eso nos despedimos.

Me acuerdo de ese ascensor, los dos callados, sin mirarnos, sin entender nada de lo que acabábamos de escuchar. Nos preguntábamos si teníamos que angustiarnos, si era grave, y nos respondíamos que seguro que no, aunque en el fondo, dudábamos. Así fue nuestro ansiado alta, lejos de los festejos de la noche anterior, nos fuimos con un millón de preguntas, preocupados, sin entender nada, pero a casa, los cuatro a casa por fin.

La nueva agenda de vida

Con el correr de las semanas fuimos aprendiendo más sobre la microcefalia. Y, valga la redundancia, aprendimos que a veces aprender duele, saber duele. Empezamos a saber más sobre este diagnóstico que opacó el alta y que nos va a acompañar toda la vida. Nuestros días se transformaron en una agenda llena de médicos y terapeutas, y aprendimos lo importante que era armar el equipo de profesionales que nos iba a acompañar: pediatra, neuróloga, endocrinóloga y estimuladoras. Aprendimos también lo importante que era que, además de ser excelentes profesionales, fueran humanos, empáticos y contenedores, porque cada palabra que ellos decían podía ser letal para nuestros corazones frágiles y nuestras cabezas asustadas. 

En el camino, nuestro “amigo” diagnóstico nos sumó algunas noticias dolorosas, que traían nuevos profesionales a escena. La microcefalia de Máxima trajo aparejada también una hipoplasia de los nervios ópticos. ¿Qué significa eso? Además del cerebelo y del septum pellucidum, no se le terminaron de formar los nervios ópticos, lo que puede dificultarle o anularle la visión, si no se los estimula. Así que les dimos la bienvenida a la oftalmóloga y a la estimuladora visual. 

Mientras tanto, se abría un nuevo frente: los oídos. Los estudios nos dieron una tercera noticia: posible hipoacusia bilateral severa. A Máxima podría faltarle gran parte de su capacidad auditiva, lo que nos hizo sumar una catarata de nuevos estudios y a un otorrinolaringólogo al equipo.

Otro desafío fue amigarnos con la palabra discapacidad. Nos costó varias semanas y muchas lágrimas entender y aceptar que nuestra hija tenía una discapacidad, y que tramitar el certificado (CUD) nos ayudaría muchísimo. Finalmente, nos convencimos de que se trataba solo de una herramienta para allanarnos el camino y que, de ninguna manera, sentenciaba a Máxima a ser incapaz de algo.


La magia de la estimulación

Reconozco que no sabía nada del universo de la estimulación temprana, así que tuvimos que sumergirnos de lleno en el tema. Conocimos grandes personas y profesionales que, no solo nos enseñan a nosotros y a Máxima con herramientas, tips y todo tipo de dispositivos, sino que además nos contienen, nos dan espacios de charla y, lo más importante, nos dan esperanza. 

Nuestra agenda estimuladora consiste en ir tres veces por semana a un centro, en donde dos veces estamos con una kinesióloga con la que trabajamos la motricidad y una vez con una fonoaudióloga que nos ayuda con la succión. Además, una vez por semana vemos a la estimuladora visual. Tuvimos la suerte de dar con las mejores, es emocionante ver con el amor, la paciencia y el profesionalismo con el que tratan a nuestra bebé. Aprendimos desde cómo agarrarla, bañarla y cambiarle el pañal, hasta qué tipo de prendas ponerle y cómo aprovechar cada momento en el que está despierta para estimularla, acompañarla, y ayudarla a desarrollarse y a tener la mejor calidad de vida.

Nuestra casa se convirtió en un centro de estimulación, hasta Filipa sabe cómo mostrarle los objetos y darle la mamadera. Aprendimos que los juguetes de color blanco y negro, o de tonos encendidos, son los que más la invitan a esforzarse por enfocar. Nos enseñaron a hacerle masajes con el dedo en la boca, en la cara y en la cabeza para ayudarla con la succión. Aprendimos también que es bueno mantenerle las piernas flexionadas para que no se ponga rígida (tiene hipertonía muscular) y que darle algo para que agarre con la mano mientras come, la ayuda a succionar mejor. Pero, sobre todo, aprendimos que el diagnóstico no tiene que interponerse entre nosotros y nuestra hija. Ella no es la microcefalia, ella es Máxima, nuestra bebé, y lo más importante es usar estas herramientas con una meta: conectar con ella de forma amorosa y profunda. 

La estimulación nos está enseñando sobre la vida de Máxima, y Máxima nos está enseñando cómo vivir esta nueva vida que se nos presentó de golpe, que dolió y duele mucho por momentos, que trae consigo una incertidumbre que a veces enloquece, miedos que paralizan, preguntas que angustian y que nadie nos puede responder, pero una nueva vida que nos hizo fuertes como papás, como matrimonio, como familia y como equipo, que nos mostró una fuerza que no sabíamos que teníamos. Nos mostró también la importancia de la familia y de los amigos, el increíble sostén que pueden ser, aunque muchas veces nos sintamos solos y creamos que nadie entiende lo que estamos atravesando, es indispensable el apoyo de los que nos quieren, los gestos, siempre tan sanadores.  

Y, en otro plano, nuestra mágica Máxima; sus sonrisas, que llegaron más tarde tal vez que las de otros bebés, que llegan a su tiempo, pero llegan. Sus miradas, que de repente aparecen dirigidas a alguno de nosotros y son momentos de oro. Máxima nos enseñó a observar cada detalle de su crianza y evolución, a festejar logros tan chiquitos e insólitos, que serían imperceptibles si no hubiésemos aprendido todo esto. Festejamos cuando abre sus manos, cuando nos mira durante un segundo, cuando en ese segundo también sonríe, cuando le mostramos un juguete e intenta estirar su brazo, cuando patalea, cuando está “blandita”, cuando le molesta la luz y cuando se despierta por un ruido. Festejamos cuando llora en lugar de ponerse rígida, cuando mira para arriba o hacia los costados, cuando se lleva las manos a la boca, cuando toma la mamadera y hace una succión prolija, cuando balbucea, cuando sostiene la cabeza, cuando se refriega los ojos y hasta cuando se relaja. Sin darnos cuenta, nos enseñó a celebrar las pequeñas cosas y a festejar muchas veces al día*.

Texto: Marina Cleris

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