Una combinación de belleza inolvidable e historia reciente me esperaba en mis pocos días en Croacia para entender algo acerca de la guerra sangrienta entre esos dos territorios vecinos que evolucionaron de tan distinta manera.
Conocer Croacia se convirtió con el correr de los años en una de mis asignaturas pendientes. La costa dálmata con su mar transparente y las laderas escarpadas cubiertas de árboles, aparecían cada vez que planeaba un viaje como un destino fabuloso que estaba allí, esperándome.
Logré volar desde Barcelona dispuesta a aprovechar a fondo los pocos días libres que me quedaban. Elegí Dubrovnik ya que quería demorarme especialmente para mirar el mediterráneo y Zagreb no me ofrecía esos colores con los que venía soñando.
Mi hotel era simple, un poco alejado de la ciudad vieja y amurallada, pero la vista al puerto resultó insuperable. Ver los reflejos dorados de las luces encendidas al anochecer, sobre el mar era el paraíso.
No bien traspuse la inmensa puerta que da acceso a la parte antigua de la ciudad, me topé con el Museo de Guerra y su maravilloso War Photo Limited que recomiendo muchísimo no sólo a quien esté interesado en la fotografía sino en la historia. Un museo pequeño, excelentemente puesto, que reúne imágenes de los mejores reporteros gráficos del mundo ilustrando el mundo de la guerra y los conflictos armados de todo el mundo. Un homenaje a los muertos de la cruenta guerra de los Balcanes (1991-2001) y un recordatorio que nos deja reflexionando acerca de la locura que cualquier conflicto armado significa.
Salí conmocionada y tuve la suerte de toparme con un casamiento en la iglesia de la plaza. Una fiesta de trajes y alegría, de niños y ramos de flores, de música y saludos en el atrio que disipó un poco la experiencia del dolor que había vivido en el museo.
Mi espíritu curioso, acicateado por la experiencia de las extraordinarias fotografías de guerra me quiso llevar a Sarajevo, pero resultaba demasiado lejos para el poco tiempo que me quedaba, pero, buscando, encontré como llegar a Mostar, en Bosnia.
Quería ver cómo era ese territorio devastado por la guerra, ese país de mayorías musulmanas que, contrariamente a lo sucedido con Croacia, no había recibido ayuda de las Naciones Unidas para su reconstrucción. Fui por el día en una combi de turismo porque el recorrido por la ruta es complicado por su geografía y es necesario pasar dos veces la frontera a la ida y dos a la vuelta con los trámites que eso conlleva.
Mostar me impresionó: una bella y antiquísima ciudad, empobrecida y maltrecha, con su famoso puente medieval, hoy reconstruido, sobre el río Neretva que destruyeron durante la guerra, desde donde, arriesgando sus vidas por poquísimo dinero, saltan al agua unos clavadistas. Por suerte para mí, el río estaba bajo y no tuve que ver nada de ese espectáculo atroz que los turistas alientan sin recapacitar en lo que piden.
Caminé sus calles en donde se mezclaban, a cada paso, los actos simples de la vida cotidiana restos de la guerra: una señora que lleva las compras, unos chicos que vuelven del colegio frente a paredes con cicatrices de ráfagas de metralla, escombros apilados, edificios enteros cercados por peligro de derrumbe y un cementerio de lápidas blancas y flores marchitas con fotos de hombres jóvenes.
Dubrovnik, impecable y acogedora fue mi lugar para dar interminables vueltas por la ciudad antigua de piedra amarilla, para sacar fotos a cada rincón y pasear por su puerto que fuera escenario de una de las temporadas de Game of Thrones. Descansé en alguno de sus mil cafecitos, absorbiéndolo todo para no perder detalle, mientras recuperaba fuerzas para reanudar mis vagabundeos bajo un delicioso sol de primavera.
La temporada de turismo fuerte no había empezado y, buscando más mar, descubrí la preciosa ciudad de Cavtat a media hora de bus (un bus conducido por un señor que tomaba las curvas del camino de cornisa como corriendo un rally), pero el miedo valió la pena porque Cavtat es un sueño hecho realidad. Calles sinuosas pobladas de enredaderas y bignonias, olor a mar, techos de tejas que asoman como flotando entre los pinares, un camino que recorre toda una península entre el frescor de los pinos y el mar, allá abajo, transparente, rompiendo en olas silenciosas contra la costa.
Para tomarse un tiempo de relax, un paseo marítimo lleno de restaurantes y cafeterías tranquilos, con la mejor vista del mundo. Me apuré para cumplir con los horarios y logré llegar hasta la casa taller de Vlaho Bukovac, uno de los más renombrados pintores de Croacia. Una casa de principios de SXX, luminosa, llena de magia, con una vida para contar, de paredes pintadas por él mismo con paisajes o detalles encantadores, con su jardín, sus flores y su verja de hierro, abierta para compartir con nosotros parte de los recuerdos más importantes de su vida.
Cuando llegó el momento de volver a Dubrovnik , apareció ante mí una invitación a la que no pude resistirme: no sólo evitar el pequeño y peligroso bus sino que llegar a la ciudad por mar, en uno de los barquitos de pasajeros anclados frente a la costanera, surcando esas olas suaves que, por la hora del día, se habían vuelto de un bellísimo azul intenso.
Texto Luz Marti
Un relato vivido sobre un destino único.
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